jueves, 26 de agosto de 2010
Monólogo del que camina solo
Igual que quien es acosado por demonios sin nombre, igual que quien se hunde en la brea del tiempo, como aquel que grita en el vacío, así desaparezco de mí mismo, así me desvanezco sin vuelta atrás, de ese modo me precipito en espirales tormentosas. Me gustaría que fuese diferente, me gustaría que no sucediera de ese modo. No perderme cada vez más en la carretera sin regreso que es mi vida, en esa laberíntica frialdad por la que extraviado camino. En la cuneta hay recuerdos sin dueño, abandonados a su suerte bajo la salvaje tempestad.
Hay veces que creo en Dios, y le descubro ausente, dándome la espalda, desdeñoso. Hay veces que creo en el Diablo, dándome la mano para salir de la mierda, para entregarme luego al gavilán que acecha en los cielos, ya que no todo el que te saca de la mierda es tu amigo. Hay veces que ya no puedo recordar que era eso que me hacía levantarme por las mañanas y así guardo a las divinidades y demonios en el mausoleo de lo falso, en la tumba de las supersticiones bucólicas. Y camino, avanzo sin mirar atrás, como quien ha quemado sus naves, como quien a inmolado a su corcel, como quien quiere sentir sus propios pies tocar el suelo.
Te odio y me odio, no se cual sentimiento es más potente, no se ya qué es el odio, no he conocido el amor y ya no sueño con él. Ahora soy el alma de la roca fría, soy el gris del olvido y la muerte del soñador. La paradoja del defensor de la libertad que subyuga y hostiga al esclavizador sin derecho a réplica. La mentira de quien vende felicidad por televisión. El miedo del niño que teme a lo que acecha bajo su cama y exige dormir con las luces encendidas. La falsa profundidad del espejo que aquel loco ensangrentado ha intentado cruzar. La venganza del sicario que provoca la venganza de su némesis y vuelve a provocar furia y deseos de muerte confundidos con el deber de defender el nombre escrito con sangre, hasta el exterminio, Y las palabras que se guarda aquel cuya lengua ha sido cercenada.
Volver es ya la derrota, volver es ahora una humillación. Pero peor es permanecer inmóvil, peor es enraizar en terreno yermo. El regreso no es una opción, la parálisis es una derrota. Que derrotado me siento, que humillado y abatido estoy. Caminar es un dolor, y cada paso lastima mis plantas. Pero cual caballo con visera, no puedo detenerme, ni ver a los lados.
The perfect choice. Un estandarte que nada representa, una miscelánea en la que nada encuentras, la apología de las causas perdidas, el sueño más vacío. El camino tangencial…
Recuerda mi nombre, por que yo ya lo he olvidado, y se que el despertar es descubrir que estabas muerto, y se que el amor son solo demasiadas historias sin nombre. Y se que desaparecer es mi cobarde mecanismo de defensa, porque soy incapaz de afrontar el existir.
Camino solo. Los caminos se entrelazan, pero jamás se unen al mío. Camino solo.
Lo que uno se encuentra cuando camina sin rumbo
Lo que uno se encuentra cuando camina si rumbo. La ciudad está empapada, se acerca la tormenta y no he traído mi paraguas. La tarde parece desilusionar al principio. No hay clases, no hay compañeros con quienes pasar la tarde. Algo desencantado tomo el camión y me dirijo a casa. Pero entonces un recuerdo me atraviesa… el encuentro de escritores. Cambio mi rumbo hacia el zócalo, a la Casona de Juárez, para pedir información sobre este evento. Al llegar ahí entro a los baños públicos para cambiar mi camisa (siempre llevo una camisa de repuesto en la mochila), pues la otra ya estaba insoportablemente empapada por la lluvia.
Al salir de ahí encuentro un sitio donde comprar un cigarro. Lo enciendo, doy las gracias al vendedor y rotando los talones me alejo rumbo a la Casona de Juárez. En la entrada hay un hombre de aproximadamente cuarenta años, rostro endurecido pero voz amable, y al yo acercarme él me invita a pasar, hay un taller de poesía en proceso. Acepto pero le muestro mi mano, indicándole que aún no terminaba mi cigarro, él me dice que no importa que así puedo pasar. Confiado en las palabras de ese hombre penetro en el recinto, aún temeroso, tomo asiento, pidiendo permiso a los asistentes solo con la cabeza. Aunque, de pronto noto el disgusto de por lo menos cuatro de ellos al notar que aún seguía fumando, no así del coordinador de grupo, aparentemente uno de los poetas mexicanos más respetados de la actualidad, siento dudas a respecto. Decido ignorar a los que me ven con caras de desagrado.
El poeta habla sobre la poesía, de cómo esta no es para responder a pregunta alguna, sino para crear más preguntas. La poesía lejos de ser la respuesta, crea cuestionamientos constantemente, y es ahí donde yace parte de su belleza. Indica a continuación que hará una dinámica en la que nos hará responder a unas preguntas que él nos hará. Para entonces yo ya he apagado mi cigarro, sigilosamente, pues las miradas acusadoras no cesaban de caerme encima. Entonces sucedió que uno de los asistentes, un tipo moreno sentado a mi lado, que me pareció desde que lo vi vagamente conocido, dice levantando la mano: “yo tengo una pregunta, ¿Qué hace un fumador en la mesa de unos escritores y poetas?”. “Ya llegaremos a esa parte en la que ustedes hacen las preguntas, primero deben responder a estas que yo hago ahora”, interpuso el poeta. Y así quedó acallada la indirecta muy directa que ese personaje lanzara sobre mí, de inmediato me resulta un tipo algo antipático, pero decido permanecer callado.
Entonces da comienzo el ejercicio: ¿Qué es el miedo? Dirigiéndose a mí: “un monstruo” respondo yo, aunque al momento me arrepiento de mi seca respuesta. Y el poeta nos dice que vayamos más allá, que “nos soltemos el pelo”. Sigue la ronda de preguntas. ¿Qué es el despertar? Pregunta a una mujer frente a mí. Y su respuesta fue: “es descubrir que estabas muerto”. ¿Qué es tu nombre?: “es un pestañeo en la tempestad”.
Las preguntas siguieron. Y entonces llega la siguiente parte del ejercicio. El poeta que dirige el taller nos pide que hagamos preguntas a quien queramos y que este la responda. Y así soy yo quien comienza preguntando a la mujer frente a mí: ¿Dónde queda el paraíso? “En un jardín secreto detrás de mi casa”. “Que clandestino” susurra en voz alta alguien, causando la risa inmediata de los asistentes.
La sesión avanza. En cierto momento me entró la idea de tomar un porte demasiado teatral o una máscara de inmutabilidad, pero me siento tan cómodo entre esos desconocidos que ni siquiera lo intento, rio cuando quiero hacerlo, sonrío cuando lo necesito, hablo cuando debo. Es como si de pronto me encontrara en mi propio elemento, como si nadie necesitara explicarme cómo funcionan ahí las cosas, como si estuviera justo donde debo estar.
La sesión de preguntas continúa y una mujer me dirige la pregunta: ¿Qué es el amor? Dudando, al principio respondo “Demasiadas historias a las que se les olvidaron ponerles nombre” (en ese momento escucho un: “bien”, a modo de aprobación por parte del dirigente del taller) luego con una sonrisa de malicia lanzo una pregunta aparentemente al aire con la intención de crear una reacción: ¿Qué hace un fumador en la mesa de los escritores?, luego de espetar la cuestión toco disimuladamente con la goma del lápiz a aquel moreno que antes había hecho esa misma pregunta, pero a destiempo. La reacción de todos no se hace esperar. Las carcajadas se sueltan estrepitosas. Balbuceando el pobre hombre solo susurra algo parecido a: “no se, ¿lanzando bendiciones?”.
Luego termina ese taller con unas palabras finales del poeta y una invitación a asistir a los talleres y conferencias del encuentro de escritores que estoy perdiéndome mientras escribo esto.
Camino por el anochecido zócalo, las lámparas rutilan en medo del aguacero. Extiendo la mano, no para saber si llueve, ello lo tengo muy claro, sino para mojarme los dedos, y sí, todos ellos se mojan, excepto el anular, ni una gota calló sobre este dedo proscrito de Tláloc.
Mientras escribo esto noto con un dejo de desilusión que el sol atraviesa ya las nubes, parece que ya no lloverá. Ello me causa cierto desencanto.
El cero punto uno por ciento de la poesía está en libros y publicaciones, y el resto de ella se encuentra en la vida. La literatura no interpreta o describe la realidad, sino que la aumenta, hace coexistir mundos paralelos.
Al salir de ahí encuentro un sitio donde comprar un cigarro. Lo enciendo, doy las gracias al vendedor y rotando los talones me alejo rumbo a la Casona de Juárez. En la entrada hay un hombre de aproximadamente cuarenta años, rostro endurecido pero voz amable, y al yo acercarme él me invita a pasar, hay un taller de poesía en proceso. Acepto pero le muestro mi mano, indicándole que aún no terminaba mi cigarro, él me dice que no importa que así puedo pasar. Confiado en las palabras de ese hombre penetro en el recinto, aún temeroso, tomo asiento, pidiendo permiso a los asistentes solo con la cabeza. Aunque, de pronto noto el disgusto de por lo menos cuatro de ellos al notar que aún seguía fumando, no así del coordinador de grupo, aparentemente uno de los poetas mexicanos más respetados de la actualidad, siento dudas a respecto. Decido ignorar a los que me ven con caras de desagrado.
El poeta habla sobre la poesía, de cómo esta no es para responder a pregunta alguna, sino para crear más preguntas. La poesía lejos de ser la respuesta, crea cuestionamientos constantemente, y es ahí donde yace parte de su belleza. Indica a continuación que hará una dinámica en la que nos hará responder a unas preguntas que él nos hará. Para entonces yo ya he apagado mi cigarro, sigilosamente, pues las miradas acusadoras no cesaban de caerme encima. Entonces sucedió que uno de los asistentes, un tipo moreno sentado a mi lado, que me pareció desde que lo vi vagamente conocido, dice levantando la mano: “yo tengo una pregunta, ¿Qué hace un fumador en la mesa de unos escritores y poetas?”. “Ya llegaremos a esa parte en la que ustedes hacen las preguntas, primero deben responder a estas que yo hago ahora”, interpuso el poeta. Y así quedó acallada la indirecta muy directa que ese personaje lanzara sobre mí, de inmediato me resulta un tipo algo antipático, pero decido permanecer callado.
Entonces da comienzo el ejercicio: ¿Qué es el miedo? Dirigiéndose a mí: “un monstruo” respondo yo, aunque al momento me arrepiento de mi seca respuesta. Y el poeta nos dice que vayamos más allá, que “nos soltemos el pelo”. Sigue la ronda de preguntas. ¿Qué es el despertar? Pregunta a una mujer frente a mí. Y su respuesta fue: “es descubrir que estabas muerto”. ¿Qué es tu nombre?: “es un pestañeo en la tempestad”.
Las preguntas siguieron. Y entonces llega la siguiente parte del ejercicio. El poeta que dirige el taller nos pide que hagamos preguntas a quien queramos y que este la responda. Y así soy yo quien comienza preguntando a la mujer frente a mí: ¿Dónde queda el paraíso? “En un jardín secreto detrás de mi casa”. “Que clandestino” susurra en voz alta alguien, causando la risa inmediata de los asistentes.
La sesión avanza. En cierto momento me entró la idea de tomar un porte demasiado teatral o una máscara de inmutabilidad, pero me siento tan cómodo entre esos desconocidos que ni siquiera lo intento, rio cuando quiero hacerlo, sonrío cuando lo necesito, hablo cuando debo. Es como si de pronto me encontrara en mi propio elemento, como si nadie necesitara explicarme cómo funcionan ahí las cosas, como si estuviera justo donde debo estar.
La sesión de preguntas continúa y una mujer me dirige la pregunta: ¿Qué es el amor? Dudando, al principio respondo “Demasiadas historias a las que se les olvidaron ponerles nombre” (en ese momento escucho un: “bien”, a modo de aprobación por parte del dirigente del taller) luego con una sonrisa de malicia lanzo una pregunta aparentemente al aire con la intención de crear una reacción: ¿Qué hace un fumador en la mesa de los escritores?, luego de espetar la cuestión toco disimuladamente con la goma del lápiz a aquel moreno que antes había hecho esa misma pregunta, pero a destiempo. La reacción de todos no se hace esperar. Las carcajadas se sueltan estrepitosas. Balbuceando el pobre hombre solo susurra algo parecido a: “no se, ¿lanzando bendiciones?”.
Luego termina ese taller con unas palabras finales del poeta y una invitación a asistir a los talleres y conferencias del encuentro de escritores que estoy perdiéndome mientras escribo esto.
Camino por el anochecido zócalo, las lámparas rutilan en medo del aguacero. Extiendo la mano, no para saber si llueve, ello lo tengo muy claro, sino para mojarme los dedos, y sí, todos ellos se mojan, excepto el anular, ni una gota calló sobre este dedo proscrito de Tláloc.
Mientras escribo esto noto con un dejo de desilusión que el sol atraviesa ya las nubes, parece que ya no lloverá. Ello me causa cierto desencanto.
El cero punto uno por ciento de la poesía está en libros y publicaciones, y el resto de ella se encuentra en la vida. La literatura no interpreta o describe la realidad, sino que la aumenta, hace coexistir mundos paralelos.
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