Besada por el fuego, como les llaman los pueblos libres del
frío, lejano y salvaje norte a quienes tienen el cabello encendido en tonos
sangrantes, esto según un autor que me gusta. La veo, el rostro más pequeño que
soy capaz de imaginar, las manos más tiernas, los gruesos lentes ocultando unos
diminutos ojos llenos de sueños coloridos, las pecas cubren sus mejillas sin
orden aparente, en una marcha de hermoso caos. Sonríe tímida en un campo de
flores y plantas carnívoras mientras recoge sus escarlatas cabellos con un
listón que huele a fresas con crema. La baña la luz de un crepúsculo que no se
mueve, que permanece ahí, eterno e inmóvil. El sol no quiere dejar de verla.
Sonríe y se sienta a escribir en una pequeña libreta. Escribe
los sueños que tuvo un ratón la noche en que su madre murió. Escribe la oración
que una niña huérfana dedica a su abuelita imaginaria. Escribe las vicisitudes
de la pequeña oruga que cruza de una hoja a otra para hacerse capullo. Escribe los
nombres secretos de las rocas, del viento, de cada gota de agua que contiene el
vaporoso océano. Ella escribe sin mirar al mundo, a este o a cualquier otro
mundo al que ella haya llevado a pasear a esa su sonrisa dulce y enigmática, y
así lo seguirá haciendo con esos ágiles y diminutos dedos hasta que su nombre
se haya olvidado. Si es que alguna vez alguien lo supo.