miércoles, 18 de julio de 2012

El aroma del humo ajeno


El aroma del humo ajeno. Ese vago vapor que sahúma mi camino. De algún modo que no consigo explicar del todo, me revitaliza, me impulsa a dar un paso más. Pero no. No me impulsa a avanzar como quien busca cumplir sus metas, como quien busca la grandeza o el éxito. No es así. Me impulsa más bien como quien de pronto descubre un nuevo significado. Como quien ha recordado una palabra vieja que luchó tanto por recuperar en su memoria. Como a quien le han quitado los pies pero ha aprendido a volar. Como el que descubre de pronto un nuevo color en el arcoíris. Como quien ha aprendido a sonreír en tiempos de desconsuelo. Como quien ha hallado una razón nueva para levantarse. Como el artista a quien se le manifiesta su musa recostada en su lecho. Como quien descubre la palabra exacta para describir el sentimiento preciso que lo embarga. Como quien es testigo de un efímero pero hermoso evento.
Así es como el aroma del humo ajeno me impulsa. A redescubrir pequeños placeres. A vagar por pensamientos llenos de profundos y abstractos significados. A esbozar una sonrisa, leve, fugaz, placentera en la oscuridad. A contemplar admirado el breve instante en el que ahora mismo vivo. A ser la bolsa vieja de nylon a la que arrastra el viento.
Ausente, olvidado, desconocido, prescindible, libre, tal como siempre quise ser. Por lo menos por un momento, por lo menos durante unos segundos. En este viejo suelo mojado por la lluvia en el que poso mis pies cansados, ahora mismo soy libre. Libre en un sentido tan abstracto que describirlo sería imposible. Libre de ser la montaña lejana. Libre de caminar a la velocidad de mi respiración. Libre para cantar la canción cuya letra no conozco. Libre para enamorarme de fantasmas. Libre de olvidar. Libre de ser olvidado. Libre de soñar despierto. Libre para embriagarme con el aroma del humo ajeno.
Y mientras camino con esa sonrisa que a más de uno se le antojaría siniestra, la catedral al otro lado de la calle reluce en la oscuridad. El húmedo y frío aire de la noche completan la atmósfera necesaria para estar una vez más, parado ahí, pero vagando por lejanas orillas del pensamiento. Desde lovecraftianos confines.
“¿Qué tan lejos puedo ir?” pienso, mientras reanudo el paso, vacilante. Dejo escapar un suspiro de alivio, o tal vez de placer. 
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