El aroma del humo ajeno. Ese vago vapor que sahúma mi
camino. De algún modo que no consigo explicar del todo, me revitaliza, me
impulsa a dar un paso más. Pero no. No me impulsa a avanzar como quien busca
cumplir sus metas, como quien busca la grandeza o el éxito. No es así. Me impulsa
más bien como quien de pronto descubre un nuevo significado. Como quien ha
recordado una palabra vieja que luchó tanto por recuperar en su memoria. Como a
quien le han quitado los pies pero ha aprendido a volar. Como el que descubre
de pronto un nuevo color en el arcoíris. Como quien ha aprendido a sonreír en tiempos
de desconsuelo. Como quien ha hallado una razón nueva para levantarse. Como el
artista a quien se le manifiesta su musa recostada en su lecho. Como quien
descubre la palabra exacta para describir el sentimiento preciso que lo embarga.
Como quien es testigo de un efímero pero hermoso evento.
Así es como el aroma del humo ajeno me impulsa. A redescubrir
pequeños placeres. A vagar por pensamientos llenos de profundos y abstractos
significados. A esbozar una sonrisa, leve, fugaz, placentera en la oscuridad. A
contemplar admirado el breve instante en el que ahora mismo vivo. A ser la
bolsa vieja de nylon a la que arrastra el viento.
Ausente, olvidado, desconocido, prescindible, libre, tal
como siempre quise ser. Por lo menos por un momento, por lo menos durante unos
segundos. En este viejo suelo mojado por la lluvia en el que poso mis pies cansados,
ahora mismo soy libre. Libre en un sentido tan abstracto que describirlo sería
imposible. Libre de ser la montaña lejana. Libre de caminar a la velocidad de
mi respiración. Libre para cantar la canción cuya letra no conozco. Libre para
enamorarme de fantasmas. Libre de olvidar. Libre de ser olvidado. Libre de
soñar despierto. Libre para embriagarme con el aroma del humo ajeno.
Y mientras camino con esa sonrisa que a más de uno se le
antojaría siniestra, la catedral al otro lado de la calle reluce en la
oscuridad. El húmedo y frío aire de la noche completan la atmósfera necesaria
para estar una vez más, parado ahí, pero vagando por lejanas orillas del
pensamiento. Desde lovecraftianos confines.