Para ser justos, no soy la persona correcta a la cual
pedirle consejos. Más bien me califico de mal ejemplo caminante y parlante. Soy
alguien, más bien, dañado, quizá más que muchos. No ha sido esto culpa de malas
experiencias ni una vida difícil. Más bien es fruto de lo contrario. Me considero
una persona desafortunada, inconsciente, poco agradecida y más bien arrepentida
de muchas cosas que ha hecho mal en mi vida. Las cosas salen mal de vez en
cuando. Es imposible evitar pisar mierda cuando no miras tan seguido el suelo
por el que caminas por distraerte hallando formas en las nubes.
Cuando digo que soy desafortunado no me refiero a que la
vida ha sido injusta conmigo, ni ha que he tenido que pasar momentos difíciles,
ni que he nacido con alguna incapacidad en algo. Más bien es exactamente lo
contrario. Cierta ocasión, no conozco los detalles de por qué ni a quién ni con
qué intenciones, Sigmund Freud dijo: “He sido un hombre afortunado, nada en la
vida me ha sido fácil”. Y ahora me doy cuenta de ello. De pronto me doy cuenta,
como nunca me ha pasado por la cabeza, de lo que esta frase significa. De lo
que significó para él, de lo que ahora comienza a significar para mí (un hijo
da la comodidad y el ocio).
Mirando hacia atrás me doy cuenta de que las grandes
personalidades de la historia (pensadores, músicos, filósofos, científicos,
líderes, guerreros, cineastas, revolucionarios, escritores, incluso políticos y
un etcétera extendido hasta donde alcance la historia) han sido personas con
una vida más bien borrascosa. Humanos que han vivido envueltos en
extraordinarias historias, intrigas, traiciones, amoríos prohibidos, constante oposición,
enfermedades (ora mentales, ora corpóreas), desdichas, infortunios,
contrariedades, secretos, mentiras, idilios imposibles y la lista continúa.
¿Qué suelen tener estas personas en común? ¿En qué se parecía
Sor Juana a Vlad Tepes, o Beethoven a Tesla?
Aparentemente personas completamente distintas. Pero todos ellos con un bonus. Ninguno
tuvo una vida, lo que se dice fácil. Cada uno de ellos tuvo que luchar toda su
vida (o gran parte de ella) contra muchas cosas, ya sea el machismo de la
sociedad novohispana o la invasión de los turcos, ora una enfermedad incapacitante
ora la pobreza y la infamia. Pero más allá de esto, de todo esto, ellos no
pasaron a la historia solo por luchar contra todo ello, sino, más que nada, por
haber trascendido a estos problemas. No necesariamente superarlos, más bien
trascender a estos. Beethoven no se curó de su sordera, pero esta no lo detuvo.
Tesla sigue siendo recordado hoy día como una de las figuras más reconocidas de
la ciencia del siglo XX (y parte del XIX, ¿o es viceversa?), Vlad, bueno, es
Vlad, su nombre resuena aún en nuestros días. Y Sor Juana nunca fue
suficientemente frenada por el machismo que en aquella época era aceptado por
convención.
Los personajes históricos anteriormente presentados son solo
ejemplos, pero la lista es interminable. Sin embargo aquí (sea lo que fuere
esto), más que nada trato de referirme a
las personas anónimas que trascienden y que no cuentan con su nombre escrito en
piedra en algún boulevard o no dan nombre a ninguna calle de ninguna ciudad. Todos
pasamos por esto, todos pisamos mierda alguna vez. Nuestro valor como
personajes principales de nuestra propia novela interminable es medido con
respecto a cuánto nos dejamos arrastrar por la corriente de mierda ( y perdón
por usar mucho esta palabra, pero para ser sinceros me parece una de las más
bellas y significativas de la lengua castellana) o cuánto es que buscamos la
manera de nadar contracorriente, o simplemente salir flotando. Buscando nuestros
propios métodos de sobrevivir al mundo, a la historia que nos tocó vivir.
Es curioso cómo aquellas personas que has salido libradas
(quizá no ilesos) de su propia historia, al final aprenden el valor de muchas
cosas que antes no sabían que podían perder. El valor, por ejemplo de un buen
consejo, de un abrazo sincero, de un amigo, de una canción adecuada para su
estado de ánimo específico, de una comida caliente, de tiempo libre. Esto termina
por convertirlos en personas conscientes de esto y humildes ante la posibilidad
de perder lo antes ignorado, más no resignados (pues generalmente están
dispuestos a luchar por lo que creen correcto y defender lo que consideran que
deba ser defendido).
Y de pronto ellos, los que trascienden intentan darle un
consejo al neófito que este suele pasarse por sus peludos testículos. Y ahí
estamos ahora. La generación del internet y CartoonNetwork de la pasada década
(porque he de admitir que yo disfruto de las caricaturas a pesar de mi edad). Los que vivimos en la era de los teléfonos
inteligentes y las personas idiotas. La era del Dr. Simi bailando reggaeton y
el cambio climático. Ahí estamos, pretendiendo que la vida ha sido fácil, que
la historia se escribe sola y que no contribuyo a esta. Pero lo cierto es que
somos, mariposas, y todos aleteamos nuestras alas. El desastre final será por
causa de nuestra generación inconmovible y pasiva. Y lo triste es que la generación que nos sigue
está aún peor.
Pero me estoy desviando del tema (si es que en algún momento
tuve alguno). Lo que al principio intentaba decir es que soy, precisamente, uno
de esos impávidos vástagos de la generación de los noventas (aunque ahora me
doy cuenta que no los disfruté tanto como debí). Una generación a mediados de
los veintes que de pronto descubre un mundo adulto completamente inmisericorde.
Es como despertar de pronto de un sueño que se tuvo de la infancia mal
aprovechada y la juventud desperdiciada. Los deseos de volver a ser niño son
muy grandes. Pero también lo son los de conseguir el sueño de mi vida, el cual
me motiva. Es solo que ahora me doy cuenta de algo importante. Durante mi vida
no adquirí las herramientas necesarias para enfrentarme a las responsabilidades
de la adultez, lo que significa que me será más complicado subir esta cuesta. No
por ello imposible. Pues como dije, tengo un motivo.
Y es por esto que, consciente de que no soy la persona
adecuada para hacerlo, quiero dejar aquí un consejo. Mi consejo, después de
mucho meditarlo, es este: Por favor, equivóquense todas las veces que puedan. Hagan
el ridículo de vez en cuando. Y siempre sigan caminando. (Al final fueron tres,
pero son algo así como una trinidad).
Equivocarse es el modo más práctico de aprender. Suele ser
muy eficaz para darse cuenta lo que se está haciendo mal y corregirlo. También
crea un sentimiento de humildad y reconocimiento de la propia humanidad, muy
necesarios para darse cuenta que no vivimos en el pedestal de nadie (y que
aunque así fuera podemos caer en cualquier momento y con más facilidad de la
que se suele creer). Por lo que nos ayuda a poner los pies en la tierra. Equivocarse
es imprescindible para acumular experiencia, es útil para buscar nuevas
perspectivas para resolver un problema, y es recomendable si quieres
perfeccionar tu arte (sea cual sea esta). Y es que equivocarse no sirve de nada
si no aprendemos la lección.
En cuanto a hacer el ridículo, pues es obvio (creo yo). Cuando
nos exponemos al ridículo nos convertimos en personas más seguras de nosotras
mismas. Claro, esto depende de cómo lo hagamos y de cómo enfrentemos más tarde
esta experiencia. Es sabido que el miedo a hacer el ridículo es el miedo más
grande de la gran mayoría de las personas en el mundo, incluso superando al
miedo a la muerte. Por lo que estar dispuestos a ponernos en evidencia frente a
otros nos convierte también en personas más valientes ante la vida. Desprendernos
de nuestra catadura y jugar a ser payasos, a ser niños. Y es que, el miedo al
qué dirán, al filo de la lengua del prójimo, a las miradas desaprobadoras y los dedos acusantes se vuelve una carga, una
celda, la peor limitante de la mayoría de nosotros. (Si quieres cosas que nunca
has tenido, prepárate para hacer cosas que nunca has hecho).
Y finalmente, seguir caminando (esta sí es obvia). Además de
un excelente ejercicio, seguir caminando significa, más que nada, no permanecer
en el pasado. Sí, me equivoqué, pero aprendí de ello y continúo. Sí, recibí
burlas y acusaciones y menosprecios, pero en lugar de tomarlos en cuenta,
continúo. (Sancho Panza: ¡Señor, los perros ladran! Don Quijote: Déjalos,
Sancho, déjalos que ladren. Es señal de que avanzamos). Y no se trata esto de
ser arrogantes ante la crítica, sino de tomarla en cuenta para mejorar lo que
hay que mejorar sin que esto detenga nuestro avance. Somos perfectibles después
de todo (a pesar de lo que digan esos descerebrados de los creacionistas) y
como tales, somos susceptibles al cambio. Pero el cambio no debe significar en
ningún momento un retroceso o estancamiento. (El que no sabe a dónde va es que
ya llegó). Pero, al final significa esto, en palabras muy simples: si te
caíste, levántate, sacúdete el polvo y continúa tu camino. Ser derrotado no
significa que no puedas intentar avanzar nuevamente (aun cuando no sea por el
mismo camino, puesto que hay muchos caminos).
Y nótese que no hablo de felicidad. Si buscas la felicidad
no sigas estos consejos, porque no la conseguirás haciendo esto (además de que
el concepto de felicidad es relativo). ¿Quieres ser feliz? Entonces, no busques
más y confórmate. No investigues ni leas ni pienses demasiado. Pues la
ignorancia da la felicidad.
No, estos consejos no son para ser feliz. Más bien sirven
para enfrentarse a la vida sin morir en el intento. A fin de cuentas,
trascender con más o menos buenos resultados a este río de mierda por el que
navegamos. Pues esto fue, aproximadamente, lo que los grandes sobrevivientes de
la historia (por sobrevivientes me refiero no a que han salido vivos de alguna
gran catástrofe, aunque algunos sí, sino al hecho de que sus nombres, historia,
acciones y legados son recordados aún ahora, ya sea diez o cinco mil años
después de su muerte, memorias vivas) han hecho. ¿Suena subversivo? Sin lugar a dudas
que sí. Pero es solo así que nos podremos sobreponer a la mierda finalmente.
Y a fin de cuentas, Carpe Diem.