domingo, 12 de abril de 2009

Las libélulas no hablan



Hace no mucho tiempo tuve un curioso sueño. En él yo caminaba por la ciudad, el sol estaba a punto de salir desde el envés de los cerros del este. Las calles estaban semivacías, solo habían unos pocos automóviles andando, y hacía un extraño frío que refrescaba los pulmones al tiempo que helaba la punta de los dedos hasta casi tornarlos de un tono violáceo. El vapor salía de mi boca al respirar, como si de humo se tratara. Deseaba mucho un cigarrillo. Alguien me acompañaba. No se quién era, no pude distinguirlo al principio. Me hablaba sobre la vida en la ciudad, me pedía que mirara los rostros de las pocas personas que pasaban junto a mí e imaginara qué clase de vida llevarían, qué pensamientos estarían cruzando sus mentes en aquel instante, me sugería que dirigiese mi vista al cielo, que intentara descubrir a las aves que pasaban, y las pude ver, batiendo sus alas en el azul profundo del no nato amanecer. Explicaba que algunas veces suceden cosas imposibles para nosotros, cosas que a las que no podemos dar explicación, que hay sucesos que nadie siquiera considera hasta que los vive, hasta que una mañana, temprano, por azares de un caprichoso y juguetón destino, volvemos la mirada hacia el lugar justo en el momento preciso para metamorfosearnos de peatones vulgares a testigos de maravillas imposibles. Pero hasta entonces no había visto nada extraordinario esa mañana, las personas de siempre, los coches regulares, el frío común, y ningún prodigio que observar. Pero viré la cabeza para dirigirme a mi interlocutor, solo para descubrir que este era tan solo un bicho, una libélula enorme, de grandes alas con casi quince centímetros de envergadura, de color verde metálico, fulgurante, con sus grandes ojos compuestos, de un tono azul vidrioso. Debido, quizá, a que se trataba de un sueño, no sentí ningún asombro de ello, me pareció algo de lo más normal. Así que le informé a aquel que no había nada extraordinario aquella mañana que no terminaba de empezar. Quizá fue el hecho de que estaba soñando, como una de esas certezas inciertas que Morfeo permite en sus dominios, pero tengo el sinuoso recuerdo de una sonrisa velada entre las mandíbulas de insecto de mi acompañante, al momento que decía que las libélulas no hablan. Apenas dicho esto, con un rápido batir de alas, se fue entre revoloteos en dirección al cielo, lo perdí de vista. No comprendí de inmediato lo que había ocurrido. Poco después de ello una sensación poderosa me invadió de súbito. La sensación de realidad. De pronto dudé de todo lo que veían mis ojos, de pronto dudé que estuviese sucediendo, de pronto pensé que estaba soñando, pero me resistí a ese pensamiento, y al mismo tiempo no hubo momento en que me sintiera tan real como en ese preciso instante. Sentía que yo pertenecía ahí, a ese amanecer que se eternizaba, como congelado en los tiempos, a esa ciudad poco transitada, a esas personas de rostros expresivos y vivos. Me sentía extremadamente real. Pero entonces desperté. Todo aquello se fundió con los recuerdos volviéndose impreciso. Una frase me persiguió durante todo el día, un amanecer que si se movía, uno que no era frío, uno que era real aunque no lo sintiese así: “Las libélulas no hablan”, que lejos de significar lo que aparenta literalmente se refiere a una extraña figura metafórica que relata que para ser realmente testigos y partícipes de un prodigio no hace falta simplemente presenciarlo o atestiguarlo, sino darnos cuenta de que lo es, reconocer su naturaleza maravillosa y asombrarnos con ella. Pues cada día, en un lugar insospechado, en un momento adecuado ocurre algo extraordinario, pero nadie dirige su vista a ese lugar, y quienes lo hacen no saben lo que ven, no toman en cuenta lo que hay ante sus ojos. Pero hay unos pocos que descubren bajo el velo de la monotonía una realidad mágica, maravillosa, prodigiosa, son esos bienaventurados que descubren de pronto que las libélulas no hablan.


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