viernes, 23 de noviembre de 2012

Parásitos trascendentales o El sacrificio del ser

Que sepamos, a menos que alguien me demuestre lo contrario, las cosas siguen cambiando. Las cosas ya no son iguales a como solían ser. Hoy tenemos muchos avances. Hoy hemos perdido mucho de lo que antes éramos. Así también, las cosas deben cambiar.


Recuerdo con una mezcla bizarra de cariño y desprecio lo que antes fui. Y miro hacia el frente, a lo que me espera, a lo que debo ser, a lo que debo convertirme. Tengo miedo. Tanto miedo. Cada paso duele. Cada zancada me desgarra. 
Cada célula de mi cuerpo me grita y me reprende, me grita que este no es el camino. Cada fibra de mi ser vibra con odio, con rencor hacia eso en lo que me estoy convirtiendo, pero me siento cada vez menos libre de sentirme enojado, cada vez más atado a esta desgraciada sonrisa fingida. "¡Este no soy yo!" me grito en mi cabeza. "¡Este es alguien más, un parásito, un ser epífito, algo que debe ser extirpado!". Siento que me traiciono. Me da vergüenza mirarme. Intento retener algunos trozos de mí, de lo que antes fui, de lo que todavía soy. Lo soy a escondidas. 
¿Quién soy? ¿Quiénes éramos antes? Yo solía no temer decir cosas que me hacían sentir bien, como que los odio a todos por igual. Lo sigo pensando, pero últimamente me siento menos cómodo al decirlo. Solía mostrar sin tapujos mi desprecio por el contacto humano prolongado. Hoy tengo que ocultar ese aspecto de mi personalidad. 
¡Es eso! Detesto las multitudes, detesto contactar con las personas, detesto sentir su presencia por más tiempo del que considero adecuado. Antes de este camino que he elegido podría simplemente pasar de ellos, podía simplemente alejarme y ser yo. Solitario, prescindible, olvidado, libre, feliz. Hoy esa elección no es tan fácil. Mi futuro actual depende precisamente del contacto con las personas. Constante, con sus problemas y complicaciones. Con sus frustraciones y sus quejas, que se vuelven mi problema. Y siempre la sonrisa cansada. Fingida, falsa como las máscaras de un carnaval, grotescas y retorcidas por estar donde no pertenecen. 
Ese es mi sentir ahora mismo. Debo sacrificar ese aspecto de mi personalidad por una sencilla razón. Tengo una meta que cumplir, una misión personal (no ultraterrena, mucho menos divina, dada por mí, para mí) algo que debo hacer. Algo que debo SER. Y este es el camino más adecuado que actualmente conozco para conseguirlo. Si es un sacrificio con tal de cumplir esa misión, entonces adelante. Estoy dispuesto a sacrificar mucho de mí, con tal de llegar ahí
En alguna parte leí que lo grande de una persona no es medida por sus logros, ni por sus victorias en la vida, sino por los sacrificios que ha hecho para llegar a ser lo que es. Yo no quiero ser así de grande. Yo solo quiero conseguir ESO. Yo solo deseo SER lo que desde hace mucho tiempo me he propuesto. El camino no es fácil, por más pequeña que tu meta sea. Este cambio en mí promete ser recompensado después. Aunque siento que me estoy arrancando un trozo de mi alma, me siento cada vez más comprometido con mi causa, por más que duela, por más que sangre. Como matar a cien para asegurar la supervivencia de millones. Así de importante es mi misión personal. "Así de importante" me repito a mí mismo en voz baja, en un murmullo que se antoja melancólico. 


Sobrevivir a la Mantícora...

miércoles, 18 de julio de 2012

El aroma del humo ajeno


El aroma del humo ajeno. Ese vago vapor que sahúma mi camino. De algún modo que no consigo explicar del todo, me revitaliza, me impulsa a dar un paso más. Pero no. No me impulsa a avanzar como quien busca cumplir sus metas, como quien busca la grandeza o el éxito. No es así. Me impulsa más bien como quien de pronto descubre un nuevo significado. Como quien ha recordado una palabra vieja que luchó tanto por recuperar en su memoria. Como a quien le han quitado los pies pero ha aprendido a volar. Como el que descubre de pronto un nuevo color en el arcoíris. Como quien ha aprendido a sonreír en tiempos de desconsuelo. Como quien ha hallado una razón nueva para levantarse. Como el artista a quien se le manifiesta su musa recostada en su lecho. Como quien descubre la palabra exacta para describir el sentimiento preciso que lo embarga. Como quien es testigo de un efímero pero hermoso evento.
Así es como el aroma del humo ajeno me impulsa. A redescubrir pequeños placeres. A vagar por pensamientos llenos de profundos y abstractos significados. A esbozar una sonrisa, leve, fugaz, placentera en la oscuridad. A contemplar admirado el breve instante en el que ahora mismo vivo. A ser la bolsa vieja de nylon a la que arrastra el viento.
Ausente, olvidado, desconocido, prescindible, libre, tal como siempre quise ser. Por lo menos por un momento, por lo menos durante unos segundos. En este viejo suelo mojado por la lluvia en el que poso mis pies cansados, ahora mismo soy libre. Libre en un sentido tan abstracto que describirlo sería imposible. Libre de ser la montaña lejana. Libre de caminar a la velocidad de mi respiración. Libre para cantar la canción cuya letra no conozco. Libre para enamorarme de fantasmas. Libre de olvidar. Libre de ser olvidado. Libre de soñar despierto. Libre para embriagarme con el aroma del humo ajeno.
Y mientras camino con esa sonrisa que a más de uno se le antojaría siniestra, la catedral al otro lado de la calle reluce en la oscuridad. El húmedo y frío aire de la noche completan la atmósfera necesaria para estar una vez más, parado ahí, pero vagando por lejanas orillas del pensamiento. Desde lovecraftianos confines.
“¿Qué tan lejos puedo ir?” pienso, mientras reanudo el paso, vacilante. Dejo escapar un suspiro de alivio, o tal vez de placer. 

jueves, 10 de mayo de 2012

Palabras de hambre - Hambre de palabras


Tengo hambre, la he tenido toda la mañana, debería salir a comer algo. O debería dejarme morir de inanición. Aún no lo he decidido. No me he dado el tiempo de pensar sobre lo que soy ahora. Sobre lo que tengo ahora. Sobre qué tengo que hacer ahora. Dejar ir algunas cosas, atesorar otras. Agradecer, tal vez al mismo tiempo que maldigo. Y maldigo con mucha frecuencia. Relaciones que caminan por la cuerda floja y duelen más de lo que tenía planeado soportar. Relaciones que se fortalecen con el paso de los días y las semanas, que gozo más de lo que tenía previsto aguantar. Sonrisas involuntarias en los momentos menos adecuados. Abrazos que ardo por recibir, por muy débil que esto me haga sentir, por más vulnerable que me haga parecer. Fuck you, world!
Quisiera, a veces, volver a aquellos días de inspiraciones pasadas. De responsabilidades nulas. Donde no tenía que preocuparme por dar buen ejemplo a nadie. Donde sufrir era más fácil. Aunque admito que hay muchas cosas que no cambiaría para nada de lo que hoy tengo. Ángeles mutantes que me abrazan, que me hacen sonreír, incluso involuntario a mí. Oportunidades que no se me volverán a presentar en la vida.
Aunque hay ocasiones en las que ya no me siento dueño de mí. Poco a poco le pertenezco al mundo en vez de a mí mismo. Poco a poco le pertenezco a otras voluntades. ¿Cuándo dejé de pertenecerme? La distancia cala hondo.
Extraño la presencia de muchas personas en mi vida. Las conversaciones profundas sobre temas profanos y conversaciones profanas sobre temas profundos. Las madrugadas bohemias de alcohol, cigarrillos y videojuegos.
Dramas innecesarios. Vivir me está costando la puñetera vida.
Mejor voy por un sándwich…

domingo, 22 de abril de 2012

As strong as your will...


Asumo mi responsabilidad. Soy el responsable de la sed que tengo, de mis zapatos sucios, de estas preguntas hacinadas entre mis dedos, del sueño que me tumba, de la sangre que brota de esa herida, de reflejo en ese espejo roto, de las palabras cáusticas que te dije una vez y de saberme irremediable.

Últimamente he estado pensando bastante en asuntos apocalípticos. No puedo dejar de imaginar este mundo al borde del colapso y la histeria. No puedo evitar desear un mundo al borde del colapso y la histeria. Lo deseo tanto que casi lo suplico. Despertar un día y ver cómo el fuego consume todo a mí alrededor. Paso tras paso, camino por entre las cenizas de una ciudad que ha sucumbido a las flamas y los gases nocivos. El polvo ensucia mis zapatos y estoy consciente de que parte de esa suciedad solían ser cuerpos humanos. Las grietas en los muros son cada vez más grandes. En el parque en el que solían jugar niños ahora hay solo columpios vacíos y ennegrecidos que se mueven suavemente por el viento de la tarde. La humanidad es solo un recuerdo en aquella gris inmensidad de fierros torcidos y concreto desmoronado que solían conformar una ciudad. Solo un recuerdo de un pasado glorioso, solo un recuerdo de un tiempo en que simios vestidos de Armani se paseaban por rascacielos, conducían porsches y celebraban fastuosas cenas de gala para recaudar fondo para la gente pobre. Hoy solo yo camino por aquí, utilizando mi obligatoria máscara de gas para no morir por la toxicidad del aire. Veo el mundo derrumbado a mis pies, aquello que solía ser un hospital ahora es un campo de escombro y en el parque el pasto se ha secado. Cuesta respirar, pero guardo un secreto, detrás de esa asfixiante máscara, sonrío.

Asumo mi responsabilidad. Soy el responsable de mi apocalíptica fantasía, del miedo que ahora mismo tengo, de mi maldita cojera, de la cicatriz que me recuerda que siempre podría ser peor y que en cualquier momento puede serlo, del humo que disfruto expulsar, de parecer el loco que canta mientras camina por la calle, de los secretos y mentiras que me receto a diario, de saber que no soy infalible, de los anacronismos que me persiguen y acosan y de saberme irremediable.
Un día miraré atrás y sabré que no pudo haber sido de otro modo. Un día, cuando mis zapatos estén sucios de ceniza.  

domingo, 8 de enero de 2012

Una triada de consejos que nadie pidió o Lo que me salió después de un tiempo sin escribir nada


Para ser justos, no soy la persona correcta a la cual pedirle consejos. Más bien me califico de mal ejemplo caminante y parlante. Soy alguien, más bien, dañado, quizá más que muchos. No ha sido esto culpa de malas experiencias ni una vida difícil. Más bien es fruto de lo contrario. Me considero una persona desafortunada, inconsciente, poco agradecida y más bien arrepentida de muchas cosas que ha hecho mal en mi vida. Las cosas salen mal de vez en cuando. Es imposible evitar pisar mierda cuando no miras tan seguido el suelo por el que caminas por distraerte hallando formas en las nubes.

Cuando digo que soy desafortunado no me refiero a que la vida ha sido injusta conmigo, ni ha que he tenido que pasar momentos difíciles, ni que he nacido con alguna incapacidad en algo. Más bien es exactamente lo contrario. Cierta ocasión, no conozco los detalles de por qué ni a quién ni con qué intenciones, Sigmund Freud dijo: “He sido un hombre afortunado, nada en la vida me ha sido fácil”. Y ahora me doy cuenta de ello. De pronto me doy cuenta, como nunca me ha pasado por la cabeza, de lo que esta frase significa. De lo que significó para él, de lo que ahora comienza a significar para mí (un hijo da la comodidad y el ocio).
Mirando hacia atrás me doy cuenta de que las grandes personalidades de la historia (pensadores, músicos, filósofos, científicos, líderes, guerreros, cineastas, revolucionarios, escritores, incluso políticos y un etcétera extendido hasta donde alcance la historia) han sido personas con una vida más bien borrascosa. Humanos que han vivido envueltos en extraordinarias historias, intrigas, traiciones, amoríos prohibidos, constante oposición, enfermedades (ora mentales, ora corpóreas), desdichas, infortunios, contrariedades, secretos, mentiras, idilios imposibles y la lista continúa.

¿Qué suelen tener estas personas en común? ¿En qué se parecía Sor Juana a Vlad Tepes, o Beethoven  a Tesla? Aparentemente personas completamente distintas. Pero todos ellos con un bonus. Ninguno tuvo una vida, lo que se dice fácil. Cada uno de ellos tuvo que luchar toda su vida (o gran parte de ella) contra muchas cosas, ya sea el machismo de la sociedad novohispana o la invasión de los turcos, ora una enfermedad incapacitante ora la pobreza y la infamia. Pero más allá de esto, de todo esto, ellos no pasaron a la historia solo por luchar contra todo ello, sino, más que nada, por haber trascendido a estos problemas. No necesariamente superarlos, más bien trascender a estos. Beethoven no se curó de su sordera, pero esta no lo detuvo. Tesla sigue siendo recordado hoy día como una de las figuras más reconocidas de la ciencia del siglo XX (y parte del XIX, ¿o es viceversa?), Vlad, bueno, es Vlad, su nombre resuena aún en nuestros días. Y Sor Juana nunca fue suficientemente frenada por el machismo que en aquella época era aceptado por convención.

Los personajes históricos anteriormente presentados son solo ejemplos, pero la lista es interminable. Sin embargo aquí (sea lo que fuere esto), más que nada trato de  referirme a las personas anónimas que trascienden y que no cuentan con su nombre escrito en piedra en algún boulevard o no dan nombre a ninguna calle de ninguna ciudad. Todos pasamos por esto, todos pisamos mierda alguna vez. Nuestro valor como personajes principales de nuestra propia novela interminable es medido con respecto a cuánto nos dejamos arrastrar por la corriente de mierda ( y perdón por usar mucho esta palabra, pero para ser sinceros me parece una de las más bellas y significativas de la lengua castellana) o cuánto es que buscamos la manera de nadar contracorriente, o simplemente salir flotando. Buscando nuestros propios métodos de sobrevivir al mundo, a la historia que nos tocó vivir.

Es curioso cómo aquellas personas que has salido libradas (quizá no ilesos) de su propia historia, al final aprenden el valor de muchas cosas que antes no sabían que podían perder. El valor, por ejemplo de un buen consejo, de un abrazo sincero, de un amigo, de una canción adecuada para su estado de ánimo específico, de una comida caliente, de tiempo libre. Esto termina por convertirlos en personas conscientes de esto y humildes ante la posibilidad de perder lo antes ignorado, más no resignados (pues generalmente están dispuestos a luchar por lo que creen correcto y defender lo que consideran que deba ser defendido).
Y de pronto ellos, los que trascienden intentan darle un consejo al neófito que este suele pasarse por sus peludos testículos. Y ahí estamos ahora. La generación del internet y CartoonNetwork de la pasada década (porque he de admitir que yo disfruto de las caricaturas a pesar de mi edad).  Los que vivimos en la era de los teléfonos inteligentes y las personas idiotas. La era del Dr. Simi bailando reggaeton y el cambio climático. Ahí estamos, pretendiendo que la vida ha sido fácil, que la historia se escribe sola y que no contribuyo a esta. Pero lo cierto es que somos, mariposas, y todos aleteamos nuestras alas. El desastre final será por causa de nuestra generación inconmovible y pasiva. Y lo triste es que la generación que nos sigue está aún peor.
 
Pero me estoy desviando del tema (si es que en algún momento tuve alguno). Lo que al principio intentaba decir es que soy, precisamente, uno de esos impávidos vástagos de la generación de los noventas (aunque ahora me doy cuenta que no los disfruté tanto como debí). Una generación a mediados de los veintes que de pronto descubre un mundo adulto completamente inmisericorde. Es como despertar de pronto de un sueño que se tuvo de la infancia mal aprovechada y la juventud desperdiciada. Los deseos de volver a ser niño son muy grandes. Pero también lo son los de conseguir el sueño de mi vida, el cual me motiva. Es solo que ahora me doy cuenta de algo importante. Durante mi vida no adquirí las herramientas necesarias para enfrentarme a las responsabilidades de la adultez, lo que significa que me será más complicado subir esta cuesta. No por ello imposible. Pues como dije, tengo un motivo.

Y es por esto que, consciente de que no soy la persona adecuada para hacerlo, quiero dejar aquí un consejo. Mi consejo, después de mucho meditarlo, es este: Por favor, equivóquense todas las veces que puedan. Hagan el ridículo de vez en cuando. Y siempre sigan caminando. (Al final fueron tres, pero son algo así como una trinidad).

Equivocarse es el modo más práctico de aprender. Suele ser muy eficaz para darse cuenta lo que se está haciendo mal y corregirlo. También crea un sentimiento de humildad y reconocimiento de la propia humanidad, muy necesarios para darse cuenta que no vivimos en el pedestal de nadie (y que aunque así fuera podemos caer en cualquier momento y con más facilidad de la que se suele creer). Por lo que nos ayuda a poner los pies en la tierra. Equivocarse es imprescindible para acumular experiencia, es útil para buscar nuevas perspectivas para resolver un problema, y es recomendable si quieres perfeccionar tu arte (sea cual sea esta). Y es que equivocarse no sirve de nada si no aprendemos la lección.

En cuanto a hacer el ridículo, pues es obvio (creo yo). Cuando nos exponemos al ridículo nos convertimos en personas más seguras de nosotras mismas. Claro, esto depende de cómo lo hagamos y de cómo enfrentemos más tarde esta experiencia. Es sabido que el miedo a hacer el ridículo es el miedo más grande de la gran mayoría de las personas en el mundo, incluso superando al miedo a la muerte. Por lo que estar dispuestos a ponernos en evidencia frente a otros nos convierte también en personas más valientes ante la vida. Desprendernos de nuestra catadura y jugar a ser payasos, a ser niños. Y es que, el miedo al qué dirán, al filo de la lengua del prójimo, a las miradas desaprobadoras  y los dedos acusantes se vuelve una carga, una celda, la peor limitante de la mayoría de nosotros. (Si quieres cosas que nunca has tenido, prepárate para hacer cosas que nunca has hecho).  

Y finalmente, seguir caminando (esta sí es obvia). Además de un excelente ejercicio, seguir caminando significa, más que nada, no permanecer en el pasado. Sí, me equivoqué, pero aprendí de ello y continúo. Sí, recibí burlas y acusaciones y menosprecios, pero en lugar de tomarlos en cuenta, continúo. (Sancho Panza: ¡Señor, los perros ladran! Don Quijote: Déjalos, Sancho, déjalos que ladren. Es señal de que avanzamos). Y no se trata esto de ser arrogantes ante la crítica, sino de tomarla en cuenta para mejorar lo que hay que mejorar sin que esto detenga nuestro avance. Somos perfectibles después de todo (a pesar de lo que digan esos descerebrados de los creacionistas) y como tales, somos susceptibles al cambio. Pero el cambio no debe significar en ningún momento un retroceso o estancamiento. (El que no sabe a dónde va es que ya llegó). Pero, al final significa esto, en palabras muy simples: si te caíste, levántate, sacúdete el polvo y continúa tu camino. Ser derrotado no significa que no puedas intentar avanzar nuevamente (aun cuando no sea por el mismo camino, puesto que hay muchos caminos).
Y nótese que no hablo de felicidad. Si buscas la felicidad no sigas estos consejos, porque no la conseguirás haciendo esto (además de que el concepto de felicidad es relativo). ¿Quieres ser feliz? Entonces, no busques más y confórmate. No investigues ni leas ni pienses demasiado. Pues la ignorancia da la felicidad.

No, estos consejos no son para ser feliz. Más bien sirven para enfrentarse a la vida sin morir en el intento. A fin de cuentas, trascender con más o menos buenos resultados a este río de mierda por el que navegamos. Pues esto fue, aproximadamente, lo que los grandes sobrevivientes de la historia (por sobrevivientes me refiero no a que han salido vivos de alguna gran catástrofe, aunque algunos sí, sino al hecho de que sus nombres, historia, acciones y legados son recordados aún ahora, ya sea diez o cinco mil años después de su muerte, memorias vivas) han  hecho. ¿Suena subversivo? Sin lugar a dudas que sí. Pero es solo así que nos podremos sobreponer a la mierda finalmente.

Y a fin de cuentas, Carpe Diem.

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