martes, 20 de mayo de 2014

Laberinto

Me he perdido, no recuerdo de dónde vengo o hacia dónde se supone que me dirigía. Hay un pasillo muy largo y oscuro que se alarga en una sola dirección. No miro sino que más bien choco con una puerta frente a mí, es pesada y metálica. La empujo para abrirla, sorprendentemente cede a mi fuerza. Dentro hay un recinto en penumbra, intento buscar un switch para encender la luz, pero no hallo nada, aun así las luces se encienden.
-Gracias –Le digo a quien encendió la luz, me regresa un “por nada”.
Comenzamos a hablar acerca de lo que hay ahí. Ese lugar parece ser un bunquer construido con la intención de servir de protección en caso de guerra nuclear. Dentro, la decoración me transporta a inicios de los años sesentas.  Un eco de “La Naranja Mecánica” de Kubrick llega a mi mente. En un estante que ocupa toda la pared lateral descansa una invaluable colección de libros antiguos (más antiguos que los 60’s, sus empastados y su aroma me hacen pensar en el siglo XIX). Su sola visión me extasía. Algo en la atmósfera del lugar, quizá la sensación de falsa seguridad que ese lugar ofrece contra hipotéticas bombas atómicas, o tal vez sea tan solo la forma en la que está amueblado, decorado y aprovisionado el lugar que hace pensar que su constructor creía que viviría por siempre, no estoy seguro de cuál de estas cosas o ambas o ninguna me hicieron pensar de pronto en la fragilidad de la condición humana y en su estupidez. La gran libélula que me acompaña (¿venía conmigo o me la he encontrado ahí?) mueve su cabeza en un gesto de desaprobación.
-Tienen miedo, ¿sabes? –me dice en tono divertido.
-Lo sé –respondo- el miedo construyó este lugar.
Reflexionamos largo y tendido sobre cómo el miedo había sido una de las fuerzas más grandes que han forjado la civilización humana. Hablamos de cómo al final se destruirían entre sí e ideamos un método para salvar a la humanidad de sí mismos.
Contamos chistes, reímos a carcajadas, nuestras palabras son sagaces y agudas. Damos justo en el clavo de las situaciones, y ofrecemos nuevas perspectivas (generalmente irónicas y graciosas) sobre los distintos temas que tratamos. Recordamos viejos tiempos. Mi infancia, el día que conocí a esa libélula verde que habla conmigo. La reconozco como aquel amigo mágico de mi infancia. Y una duda me asalta de pronto.
-Tengo una duda –cambio de tema, pues en ese instante estábamos hablando de algo distinto, algo que tenía que ver con palabras que suenan parecidas –Yo de niño siempre te llamé “Mosca Verde”, pero, ¿cuál es tu nombre?
Me mira, hay un dejo de divertida condescendencia reflejada en sus ojos compuestos. Adivino en su pensamiento una expresión parecida a “Ay, humano tontito” (No comprendo cómo es que puedo ver en su rostro de insecto todas esas emociones, cómo se puede sonreír con mandíbulas en lugar de labios).
Me dice una sola palabra que yo entiendo como su nombre, en ese momento no le veo nada extraño a esa palabra. Fue como si me hubiese dicho “Andrés” o “Saúl” o algo así.
-Laberinto.

Continuamos charlando un poco más, no recuerdo los temas con exactitud, algo sobre reconocer intenciones ocultas. Un teléfono suena en el fondo de la habitación, ambos volteamos al mismo tiempo. Sobre un pequeño pedestal de mármol descansa un teléfono antiguo de color rojo. Los timbrazos son claros y a intervalos regulares. Me pregunto si debo contestarlo, la libélula me mira como adivinando mi pensamiento y en su expresión reconozco una afirmación, como si dijera “debes”. Me dirijo hacia ahí, pero no alcanzo a llegar, despierto en la madrugada. 

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