viernes, 12 de febrero de 2010

Penosa apología de la literatura inintencionada

Hace ya mucho tiempo que no escribo algo que valga la pena ser leído, ni siquiera por mí. Mi cabeza ha estado perdida en banalidades y sin sentidos. Es culpa mía, lo sé, qué más da.
Sin embargo sucede, como suceden muchas otras cosas, que la inspiración va y viene en los momentos más inoportunos, y así se me escapan de pronto pequeñas frases que encierran todo un alud de sensaciones y efímeros pero intensos sentimientos, de historias íntimas e ideas sin forma que me golpean repentinamente, me siento obligado a decir cosas, generalmente carentes de significado, por lo menos no al echarles una ojeada posterior, pero en el instante son la definición exacta y perfecta de cada impresión inmediata, de una nueva filosofía que nace y muere en temporadas medidas en minutos.
Pero son solo unas pocas palabras que pocas horas después han sido despojadas de todo aquel poder que ostentaban apenas fueran pronunciadas. Su filosofía se muere cuando el olvido arriba.
Confieso que ahora mismo no me encuentro particularmente inspirado, pero tomo conciencia de este fenómeno de inmediatez literaria y aún así me cuesta trabajo describirlo. ¿Qué le sucede a las grandes ideas que tan solo duran un aleteo de libélula y se esfuman dejando una estela de desencanto? ¿Siguen ahí, almacenadas en alguna oscura cajita de zapatos de la memoria donde el punto ciego de la conciencia las oculta de mí? ¿Acaso mueren frías y despojadas de la magia y la carga sentimental que lucían a la hora de surgir?¿Volverán algún día o es que son como el agua en la corriente de un río y ya no es posible recuperarlas? ¿Importa realmente?
A mí me importa, a mí me afecta, a mí me hiere, finalmente, soy un personaje en la literatura de un mediocre. No me lastima saberlo. La mediocridad no es mi enemiga, lo descubrí hace ya mucho tiempo, cuando escribo no siempre tengo algo que decir, hay veces en que ni una sola letra tiene el menor de los sentidos. Hoy el sueño me arranca las ideas, y los bostezos me ciegan momentáneamente. Pero una seguridad se cierne con timidez: La literatura, para ser literatura, no necesita de profundidad, de rebuscados significados, de filosofías complejas, de intenciones, ya sean sociales, poéticas, grandilocuentes, intimistas o cualesquiera. Y aclaro: ¿Acaso he dicho que la literatura intencionista o pretendente es mala o innecesaria o desagradable?
Solo digo que estoy a favor de los escritos altamente subjetivos y sin ningún designio definido. Me gusta leer cosas que alguien más ha escrito solo porque quería hacerlo o sintió que debía hacerlo. Poesía sin ritmo, novelas sin historia que contar, manifiestos sin propósito, ensayos sin tema, fábulas sin moraleja, epopeyas sin gloria, canciones acerca de nada.
La literatura no intencionada me resulta, en muchos casos, encantadora. ¿He dicho que la mejor? Leo palabras de aparente incoherencia y permanezco intrigado solo un momento hasta caer en la cuenta de que realmente no hay nada dicho ahí, y esto me deja un sabor agradable. En cierto grado sé que el significado existe solo en el complicado (o somero, pero no menos interesante) universo del casi siempre anónimo autor de esas intrigantes incoherencias. De un modo análogo a lo que me sucede cuando un repentino pinchazo de inspiración penetra en mi piel y me hace decir —algunas veces también escribir— cosas que con el paso de los minutos perderán todo el significado e historia que alguna vez poseyeron.
Finalmente Quod sicripsi, scripsi.
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