lunes, 26 de mayo de 2008

De visiones itinerantes



El viaje de un hombre. Empezando por aquella ventana donde se reflejaban los paisajes pasando constantemente de adelante hacia atrás. Los ríos parecían tan lejanos, y al mismo tiempo creía que solo hacía falta estirar los brazos para sentir la temperatura de sus aguas. Los cerros, algunos presumiendo un verdor de lo más exuberante y otros secos y pajizos, pero todos ellos, cada uno a su particular modo, bello en esencia. Poblado tras poblado, pequeños y grandes en la lejanía y en sus zonas céntricas, los vi, cada uno de ellos desde distintos ángulos, cada uno de ellos con su particular magia. Y así fue hasta que ya entrada la madrugada llegamos a lo que me pareció primero un mar de luces que no tenía orillas, puesto que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Era la Ciudad de México. No era magnífica o imponente, más bien era ‘grande’.

Pero sucedió algo intrigante cuando llegamos a lo que perecía ser el centro de la ciudad. En la zona histórica. Había magia. Los edificios nuevos eran contiguos a las antiguas construcciones coloniales, eran las dos, casi tres de la mañana y el lugar era una desolación apenas iluminada por las lámparas que nunca son suficientes. Los callejones eran casi intermitentes entre cuadra y cuadra, y cada uno parecía conservar su propia leyenda. Las mortuorias luces nocturnas iluminaban las calles aledañas al centro. Había casas particulares sumergidas en un antiguo encanto y la pintoresca fachada cubierta por la esencia de lo colonial, las paredes roídas por el inclemente tiempo, saturadas de misterio y embeleso. Las personas que logré ver en las calles iban solas, cubiertas hasta el cuello por gruesos abrigos y bufandas que apenas dejaban ver solamente sus ojos. Sus manos metidas en las bolsas de las esponjadas chamarras y caminando encorvadas hacia delante como resistiendo la tormenta formada por el sueño, la historia y sus propias tempestades internas.


Pronto nos unimos a un grupo de personas irrelevante para relatar mis impresiones. No las mencionaré. El viaje fue reanudado poco antes del amanecer. Eran las seis de la mañana. Las personas salían de sus cómodas madrigueras en mayor número, veía el metro pasar por sus monótonas vías ya poblado por gente tan distinta entre sí que parecía ver un mosaico de pensamientos expresados en las actitudes y rostros de esas gentes. Nos alejábamos de una Ciudad de México aún sumergida en las sombras de un amanecer que se notaba lento, renuente a hacerse presente por el empotrado horizonte del este. Se arrastraba, reptaba por el cielo la luz del sol que no quería asomar sus ígneos contornos. Pero lo hizo al fin. Y comenzó a dibujarse otra silueta. Otras, mejor dicho.

En las lejanías, que pronto y poco a poco se convertían en cercanías, se pudo distinguir a los volcanes. Iztaccihuatl y Popocatépetl, coronados de blancura y rodeados de una poco densa franja nubosa. Pocas veces o nunca los había visto tal como aquella ocasión en que incluso los rodee. Estábamos en Puebla, interminables campos abiertos, algunas zonas industriales pero en la lontananza se podían distinguir las montañas blancas. Cual eternos centinelas de lo que alrededor aconteciera, estén o no los hombres en las praderas y altiplanos circundantes.

Matar o mentir

Que no se me vuelva costumbre. Mientes solo para no herir, o para salvarte el pellejo. Son mentiras ‘de las buenas’ pero cuándo aprenderán que no hay mentiras ‘de las buenas’.
“Perdón si te di esa impresión” pero es que tenías toda la razón, absolutamente toda. La impresión fue casi exacta. Esperaba algo de ti, esperaba demasiado y al final obtuve lo que quisiste.
Selección natural. Supervivencia del más apto. Mentir se ha vuelto un arte en el mundo natural y un método de supervivencia. Las mantis religiosas han llegado al extremo de parecer flores y orquídeas, de este modo son sus presas quienes la buscan, una sentencia letal para las mariposas, abejas y polillas. El pez piedra se queda pesado en los arrecifes cual verdadera roca del lecho marino y al estar cerca una presa es devorada enseguida o si algún incauto lo pisara sería víctima de las venenosas espinas de su lomo. Hay una víbora llamada de coral cuyo veneno es uno de los pocos para el cual no hay antiveneno aún. Esto parece saberlo una pequeña e inofensiva serpiente, la falsa coral, quien utiliza una imitación de los anillos de la serpiente de coral a modo de disfraz. El pájaro cucu, deja a sus poyuelos en el nido de otra ave, al eclosionar (antes de hacerlo los otros) el cucu recién nacido, en un acto de maldad instintiva lanza por el borde del nido a los otros pájaros y los huevos de sus hermanos putativos. Así los dueños del nido alimentarán a un pájaro cucu y no a sus verdaderos hijos.
Pero el mentir parece ser, también, un método de supervivencia de los hombres para con sus hermanos, y esto me asquea más que nada, sobre todo cuando es utilizado por mí. No acostumbro mentir, solo guardo silencio, solo callo y me trago mis secretos antes que disfrazarlos de mentiras, no miento, guardo secretos. Muerdo mi lengua antes de mentir. Pero ahora mi lengua sangra. Enmudecer habría sido peor. Lo que más me ha asqueado es que ha dado resultado positivo. Me clavaré espinas de maguey en mis labios y lengua para expiar mis culpas. Será una noche-de-flagelación-y-redención.
Que no se me vuelva costumbre. No quiero mentirte siempre, pero si te digo la verdad, no me lo creerías, si te contara la verdad me exigirías una mentira para calmar tu alma. Si callo no solo no resolveré nada sino que habrá espacio para la discordia. Díganme, ¡oh dioses! ¿Qué más puedo hacer?

martes, 13 de mayo de 2008

Muertes dramáticas e inútiles.


Ha muerto. Esa pequeña alimaña que había hecho nido en mi cabeza. Ese enjambre ha perdido a su reina. Me odia, me detesta, me alegro, me congratulo, me alabo, me maldice, me maldigo. Hacía tiempo que estuvo moribundo y hacía tiempo que debía ser fumigado pero se optó por la manipulación del destino, de los propios venenos.
El monstruo ha muerto, ese pedazo oculto en el envés de mi rostro. Ha sido ejecutado Mr. Hyde. Gregorio Samsa ha perecido con sus múltiples patas mirando al techo. Debía ser así. Ha muerto la parte de mí que debía morir hace tiempo, ha muerto ese trozo de historia. Me siento herido pero ligero. En palabras de Nacho Vegas: “como un ave que voló de Madrid hacia Gijón, aún herida de muerte”.
Y aunque ese trozo ha sido destruido, ese espectro ha sido evaporado, el que queda no es mejor. Guatemala siempre será Guatemala (y no hablo precisamente de la nación). Aún tengo bichos que fumigar, o solo mariposas que capturar con mis precarios utensilios.
Llenar lagos con goteros, transportar montañas grano a grano, cavar cavernas con palillos de dientes, extinguir incendios con gasolina. Exterminar monstruos para que solo queden fantasmas. Espectros, engendros, calabazas mordaces.
¿Queda algo que agregar? Hoy el sol brilla, las aves cantan, el mar resplandece como diamantes flotando por la luz que sobre él se refleja, el viento acaricia el rostro, y la gente sonríe. Bien por ellos, que se conforman con eso. Realmente no tengo muchas ganas de escribir ahora.
Descanse en paz engendro… (sin cruz por esta vez)

viernes, 9 de mayo de 2008

Decidir... O seguir...


No nos engañemos. Sabemos que hay un problema, sabemos que no estamos bien, pero parece no importarnos. ¿Crees que se arreglará solo? Mientras nadie hace nada, la bola de estambre se enreda. Pronto todo deberá terminar de uno u otro modo. Yo intentaré estar preparado con dosis menores de chocolate, dosis mínimas de ti y fuerza de voluntada sacada de algún ronconcito, que en algún lado debe quedar al menos una migaja. Tú, no sabes que el diluvio se acerca. Te ahogarás. He decidido no verte, he decidido sacarme la espina, y aunque suelo tomar malas decisiones, se que esta es la correcta. No hagas cosas malas que parezcan buenas ni cosas buenas que parezcan malas. ¡Me importa un bledo! He decidido y retractarse es imposible. Ya no me importa lo que ofrezcas, lo he decidido así. En cualquier caso no ofrecerás nada para mí.
¿A quién intento engañar…?
Me alborotaré el pelo como Søren Kierkegaard, porque existir se volvió moda.
Sshhhhhhhhhtt!!!!
¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

viernes, 2 de mayo de 2008

El vagabundo de los dieciséis cigarrillos


Es que de verdad lo necesitaba, salir, descansar, cansarme, fumar a mis anchas, ser libre por un rato, aún cuando respirar me fuera difícil. Llegué al centro. Ahí, rodeado del bullicio de la calle, los camiones de transporte urbano, el claxon de algún coche, y la mala música que es posible escuchar en el mercado desde unas bocinas ridículamente grandes en comparación con la calidad de lo que reproducían. No sabía a donde dirigirme, cualquier lugar, cualquier rumbo, todos eran confusos, todos eran molestos, ninguno se me antojaba, “tal vez uno donde tenga posibilidades de encontrarla por casualidad” pensé, pero no se me ocurrió nada. Así que caminé desde el mercado hasta el Zócalo. Los árboles, la catedral, la gente, eran molestos. Las bromas de un payaso en el lugar, antes me arrancaban alguna sonrisa desprevenida, ahora no hubo nada. Para entonces ya llevaba dos cigarrillos. No quise quedarme ahí, caminé al malecón, el agua me pareció turbia y el calor insoportable. Lo detesté, detesté ese lugar. Me subía a un urbano que me llevaría por la costera hasta el parque Papagayo. Me bajé un poco después. Para caminar más. Nunca entré al parque, lo rodeé, ya me conozco todos sus rincones de memoria, me aburre. La calle que seguía es la Cuahutemoc. Ahí caminé hasta la esquina donde se supone que hay una librería, la puerta estaba cerrada, pero no la cortina metálica. Me senté en la banqueta, a la sombra de un árbol de especie desconocida. Fumé otro cigarro más, llevaba seis hasta entonces. No sabía cuantos debería fumar, pero si sabía que más de los que estoy acostumbrado. Poco después se abrió la puerta. Salieron un hombre y una mujer, acomodándose las ropas y con el cabello recientemente mojado. Era fácil de suponer lo que ahí pasaba, cerraron las cortinas y yo me fui de ahí. Avanzaba, esta vez caminando y sin ninguna prisa. “Tal vez la encuentre por accidente” seguía pensando ridículamente. Frente al asta bandera me detuve a ver el mar y la gran cantidad de bañistas que pasaban por ahí. Me aburrí pronto de ello. Encendí mi octavo cigarrillo y me fui de ahí, caminando, esta vez más rápido, como si tuviese prisa. No era así, solo quería caminar rápido. Llegué hasta el mercado de artesanías y seguí por la Costera. Pronto hallé una banca vacía donde pude sentarme. El sol ya habría desaparecido a mis espaldas, en un horizonte hacia el que no quería voltear. Me quedé mirando el atardecer, el mar, el puerto, frente a la estatua de una sirena sobre una roca, convidándole del humo de mi onceavo pitillo. Mientras el cielo cambiaba de naranja brillante a púrpura opaco, yo contaba los pájaros que pasaban en parvadas intermitentes. Venus apareció en el horizonte, y fue como una señal, me levanté y e fui rápidamente de ahí antes de sufrir una epifanía –las odio tanto-. Sin darme cuenta había regresado al zócalo. De noche era lo mismo, pero con menos luz y especimenes más noctámbulos. De esos que esperan el crepúsculo para hacer acto de presencia: vagabundos, bohemios de banqueta, prostitutas, narcomenudistas, desconsolados, ese tipo de gente con la que no quería tener nada en común, pero que era inevitable no hacerlo. “No la veré” me resigné al final. Tomé el último camión hacia mi casa. Dieciséis llegué a contar al final del día, incluyendo el último que fumé antes de llegar a casa. El camino, ese tan oscuro, lúgubre y ominoso que hay antes de llegar a mi hogar de pronto me pareció más lúgubre, más oscuro, más ominoso, pero al mismo tiempo acogedor, como si el infierno me diera la bienvenida, como si el Estigia hubiese abierto sus turbias aguas para permitir que yo pasara a través de este sin contratiempos, como si esa ardiente oscuridad fuese el lugar correcto al que yo debía pertenecer. Me dejé cobijar por ella hasta que se consumió el último cigarro de esa noche. Caminé resignado a casa, sabía que no era mi hogar… sabía que no pertenecía ahí, aún lo se…
Sé que ahora soy el vagabundo de los dieciséis cigarrillos.
Powered By Blogger