viernes, 2 de mayo de 2008

El vagabundo de los dieciséis cigarrillos


Es que de verdad lo necesitaba, salir, descansar, cansarme, fumar a mis anchas, ser libre por un rato, aún cuando respirar me fuera difícil. Llegué al centro. Ahí, rodeado del bullicio de la calle, los camiones de transporte urbano, el claxon de algún coche, y la mala música que es posible escuchar en el mercado desde unas bocinas ridículamente grandes en comparación con la calidad de lo que reproducían. No sabía a donde dirigirme, cualquier lugar, cualquier rumbo, todos eran confusos, todos eran molestos, ninguno se me antojaba, “tal vez uno donde tenga posibilidades de encontrarla por casualidad” pensé, pero no se me ocurrió nada. Así que caminé desde el mercado hasta el Zócalo. Los árboles, la catedral, la gente, eran molestos. Las bromas de un payaso en el lugar, antes me arrancaban alguna sonrisa desprevenida, ahora no hubo nada. Para entonces ya llevaba dos cigarrillos. No quise quedarme ahí, caminé al malecón, el agua me pareció turbia y el calor insoportable. Lo detesté, detesté ese lugar. Me subía a un urbano que me llevaría por la costera hasta el parque Papagayo. Me bajé un poco después. Para caminar más. Nunca entré al parque, lo rodeé, ya me conozco todos sus rincones de memoria, me aburre. La calle que seguía es la Cuahutemoc. Ahí caminé hasta la esquina donde se supone que hay una librería, la puerta estaba cerrada, pero no la cortina metálica. Me senté en la banqueta, a la sombra de un árbol de especie desconocida. Fumé otro cigarro más, llevaba seis hasta entonces. No sabía cuantos debería fumar, pero si sabía que más de los que estoy acostumbrado. Poco después se abrió la puerta. Salieron un hombre y una mujer, acomodándose las ropas y con el cabello recientemente mojado. Era fácil de suponer lo que ahí pasaba, cerraron las cortinas y yo me fui de ahí. Avanzaba, esta vez caminando y sin ninguna prisa. “Tal vez la encuentre por accidente” seguía pensando ridículamente. Frente al asta bandera me detuve a ver el mar y la gran cantidad de bañistas que pasaban por ahí. Me aburrí pronto de ello. Encendí mi octavo cigarrillo y me fui de ahí, caminando, esta vez más rápido, como si tuviese prisa. No era así, solo quería caminar rápido. Llegué hasta el mercado de artesanías y seguí por la Costera. Pronto hallé una banca vacía donde pude sentarme. El sol ya habría desaparecido a mis espaldas, en un horizonte hacia el que no quería voltear. Me quedé mirando el atardecer, el mar, el puerto, frente a la estatua de una sirena sobre una roca, convidándole del humo de mi onceavo pitillo. Mientras el cielo cambiaba de naranja brillante a púrpura opaco, yo contaba los pájaros que pasaban en parvadas intermitentes. Venus apareció en el horizonte, y fue como una señal, me levanté y e fui rápidamente de ahí antes de sufrir una epifanía –las odio tanto-. Sin darme cuenta había regresado al zócalo. De noche era lo mismo, pero con menos luz y especimenes más noctámbulos. De esos que esperan el crepúsculo para hacer acto de presencia: vagabundos, bohemios de banqueta, prostitutas, narcomenudistas, desconsolados, ese tipo de gente con la que no quería tener nada en común, pero que era inevitable no hacerlo. “No la veré” me resigné al final. Tomé el último camión hacia mi casa. Dieciséis llegué a contar al final del día, incluyendo el último que fumé antes de llegar a casa. El camino, ese tan oscuro, lúgubre y ominoso que hay antes de llegar a mi hogar de pronto me pareció más lúgubre, más oscuro, más ominoso, pero al mismo tiempo acogedor, como si el infierno me diera la bienvenida, como si el Estigia hubiese abierto sus turbias aguas para permitir que yo pasara a través de este sin contratiempos, como si esa ardiente oscuridad fuese el lugar correcto al que yo debía pertenecer. Me dejé cobijar por ella hasta que se consumió el último cigarro de esa noche. Caminé resignado a casa, sabía que no era mi hogar… sabía que no pertenecía ahí, aún lo se…
Sé que ahora soy el vagabundo de los dieciséis cigarrillos.

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