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Mi cerebro me explica, con toda la elocuencia de la que es capaz de hacer uso, que sorprendentemente resulta ser mucha, que el límite es el infinito.
Mi corazón me recita, entre carcajadas y llanto, que la felicidad se tiene que ganar y que no hay nada que con un poco de fe y empeño no se pueda lograr.
Mi mano izquierda se levanta, se posa solemne y opresiva ante todo mi cuerpo, mantiene expectantes a todos y de pronto, me doy una bofetada tan fuerte que sacudo mi cráneo revolviendo al cerebro, mi corazón se detiene por un momento de la impresión y mi estómago se encoje del susto. Todos esperan una explicación, pero la mano hace un ademán de desprecio en el que se nota una desilusión desconsolada, y se dirige a mi bolsillo en el que permanece intentando olvidar que pertenece a mi cuerpo, tratando de no recordar la vergüenza que le provoca saberse parte de mí.
Mi mano derecha me dice, en tono paternalista y comprensivo, que la disculpe, que está pasando por una etapa complicada, que le tenga paciencia.
Mi ombligo me aconseja, con cierta malicia y resentimiento en sus palabras, que la reprenda de alguna dolorosa manera, que ese comportamiento no se perdona, que no nos pueden hacer esto a nosotros y salir tan impunes.
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Mis ojos se ponen luego de acuerdo para cerrarse al unísono y dejarme sumergido y a la deriva en el universo de los sueños.